Desde que tengo uso de razón ha habido una radio encendida en mi casa. Mis padres la escuchaban día y noche y yo, mientras, quedaba hipnotizada por sus efectos y jugaba a imaginar cómo eran las personas que hablaban al otro lado de las ondas. Me inventaba su apariencia, su edad, su vida. Y me basaba  únicamente en el ritmo y la textura de sus palabras. Porque la voz tiene la capacidad de contar historias para quien las sepa escuchar. 

 

Con una infancia así, sólo me podía dedicar a lo que me dedico: a jugar con las palabras. En las aulas, sobre un escenario o a través de cualquier medio de comunicación. Y lo hago desde que, con 5 años, lo Reyes Magos me trajeron mi primer radiocasete. No era nada sofisticado, ni mucho menos, pero tenía un mágico botón rojo que cuando lo apretabas ponía en marcha una grabadora. A partir de entonces comencé a entrevistar a todo aquel que se cruzase en mi camino. ¡Por fin podía ser como las presentadoras de la radio de mis padres!

 

Podría decir que soy filóloga, periodista, locutora o aspirante a actriz de doblaje. Y sería cierto. Pero prefiero pensar que todo empezó gracias a una radio sonando en casa y  a una grabadora que me permitió soñar que un día trabajaría con la voz. Y esto también es verdad.